jueves, 3 de noviembre de 2011

El cadáver inteligente o... El que piensa pierde

Por Alejandro Roldán B.
Psicólogo- Magíster en investigación psicoanalítica.

Estas breves líneas están dedicadas a una experiencia que la cotidianidad laboral en la cual me desenvuelvo me pone de frente; experiencia que a mi modo de ver requiere no solo discusión sino propuestas y directas intervenciones, sin alargar más la introducción esta es la situación:

En los encuentros de discusión realizados por el proyecto de investigación Promoción de las Relaciones No Violentas, la producción de metáforas ha sido uno de los elementos que con mayor sorpresa y agrado hemos podido presenciar los profesionales que integramos dicha investigación.

En uno de estos encuentros emergió de manera insospechada la expresión “cadáver inteligente” , enmarcándose en la más profunda contradicción, puesto que si algo carece de inteligencia es un objeto inanimado tal como lo es un cadáver, pero además el adjetivo inteligente sólo puede aplicarse a la manifestación de grandes habilidades para la vida o al menos para la supervivencia propia. Por ello resonó particularmente fuerte esta expresión que se encontraba anudada a la siguiente anécdota:
Al pasar todos los días por la esquina con mis cuadernos -dice el coinvestigador participante-, una barrita de amigos siempre comentaban lo tonto que era mi interés por los libros y por el estudio. Yo seguía normal, a mí desde pequeño me gustó estudiar, pero un día un amigo de este grupo que tanto se burlaba de mí, me dibujó una calavera y me puso: “es que a Carlos le gusta estudiar, porque quiere ser un cadáver inteligente”.
En esta escena de infancia que cobra valor cada vez que se recuerda el proceso de reintegración de Carlos, reconocemos diferentes aspectos en torno a la antigua lucha entre el Eros y el Tanatos , entre Bios y Tanatos. El joven Quijote que pasa con su armadura de letras se enfrenta a los violentos vientos de los molinos que, en la esquina del barrio, buscan hacer perder el rumbo del aventurero. Éste siente una ruta escrita en los textos que tanto atesora, pero que además palpitan de vida a pesar de ser una futilidad para los hombres Molinos, que sólo piensan en la guerra y en las cosas importantes de los adultos, como el dinero y la muerte, primos hermanos de la guerra.
Ante este descrédito en el que cae la posibilidad del estudio, la lectura y la cultura en general; en un entorno como el nuestro de desigualdades sociales aberrantes, del imperio de lo urgente, del mandato que se pone en la voz del disparo; se cree que no tiene ningún sentido adentrarse en el mundo de la lectura, puesto que ello no lo salvará.
Sin embargo, la eficiencia de la justicia poética ha sido demostrada y el joven que dibujó la calavera en el cuaderno de nuestro pequeño Quijote está vivo y le ha confesado que de haber sabido que viviría tanto tiempo, hasta hubiera estudiado.
Cómo no sentir que la fuerza de los grandes hermanos de la humanidad -los libros, verdaderos cofres del tesoro humano-, se ha manifestado en la lucha del Quijote que, tal como Ulises, vaga por el océano de la violencia durante muchos años y retorna a Itaca fortalecido, con la experiencia de saber que el canto de las sirenas es el engaño del dinero fácil y que tener los pies en la tierra es lo que permite avanzar al hombre.
Otra frase de este calibre, valga la expresión bélica pues tal como las balas estas frases se apuntalan en el corazón de la cultura, puede ser encontrada en cualquier momento, su cotidianidad la ha hecho casi imperceptible y es por ello que se torna tan efectiva y determinante en el ideario colectivo, pues cuando escucho la expresión tristemente célebre de “el que piensa pierde”, no puedo más que sorprender en ella al duendecillo de la violencia, la ignorancia y la corrupción características de nuestro pueblo.
El que piensa pierde, como frase que se deja caer en todos los escenarios de la vida cotidiana local, no discrimina edades ni condiciones sociales, es un verdadero juguete semántico del ideario local, puesto que todos juegan al pensar es perder. Es posible que esto tenga un correlato filosófico más profundo del que quisiera proponer, pero lo que pretendo denotar es la importancia y el impacto que tienen figuras semánticas, diremos más aún, prisiones semánticas como las que nos encontramos cada día en la esquina de nuestros barrios, o en el paradero de buses, para encontrar el cómo y el porqué nuestra sociedad cada vez se agrieta más.
Sólo detengámonos unos instantes en esta expresión. Si por alguna razón el acto de pensar, tomar posición, reconocer, analizar y reflexionar, significa perder algo vital, incluso perder la vida misma, es hasta tal punto indeseable que se terminará por evitar toda actividad que implique pensar. Por ello al estudioso se le considera un “ñoño”, un desocupado, un débil e incluso se le tacha de afeminado.
Las cualidades que caracterizan al hombre en un entorno como el nuestro se presentan aliadas al riesgo, a la fuerza, a la acción, a la violencia, al poder, al dinero, al tener. Todas en detrimento de la mesura, la reflexión, el amor, el ser y el sentir, cualidades que comparten aquellos que han accedido al universo de los libros.
La ley del fierro ha hecho de nuestros cuerpos instrumentos de metal que no sienten ni piensan, sólo actúan, ha hecho de ellos escenarios de guerra que sólo buscan la muerte como el seguro final, el descanso eterno, el gran remanso de paz.
Si articulamos las dos prisiones semánticas a las que nos referimos: cadáver inteligente y el que piensa pierde, reconoceremos la impactante presencia de la muerte en nuestro discurso cotidiano. Pero no sólo la muerte como un hecho connatural a la existencia humana, sino como un hecho violento, que asecha con la pérdida de todo lo que se ha logrado obtener y que de manera caprichosa lleva su acto final al lecho de cada uno. La calle, la esquina y la cuadra son decoradas con insignias de la muerte que se anidan en nuestros dichos.
Con esta reflexión ofrezco una lectura de la relación entre el dicho y el hecho. Comúnmente se plantea la relación entre el acto y el dicho violentos como una relación causal, puesto que se infiere que el acto predice el dicho. Pero lo que ha sido posible observar es que la dinámica de repetición que se establece en los actos de violencia de nuestra ciudad, está basada en la eficacia que tienen -en el ideario colectivo- estas prisiones semánticas que incorporamos en el discurso cotidiano y a partir de las cuales nos permitimos medir el valor de la existencia del otro.
Finalmente, resalto la importancia que tiene dialectizar estos dichos cada vez que aparecen en nuestro espacio auditivo. Si concebimos que la realidad se configura de las representaciones cristalizadas a lo largo del tiempo en los grupos humanos, podemos dar cuenta de cómo sobre tales cristalizaciones se edifican las acciones violentas que podemos observar, tanto en el interior de los hogares, como en el ambiente local al que estamos todos expuestos.
Por ello al identificar el tono general que se imprime sobre las manifestaciones de la cultura, la educación que la soporta y los libros que la guardan, debemos fortalecer nuestra posición en contra de estas expresiones; pero más aún, frente a lo que éstas generan, es decir, frente a la inercia mental, al hacer sin pensar, a la violencia como única forma de resolución de conflictos, y por sobre todo, a la muerte en el discurso cotidiano como fantasma que imposibilita los sueños y deseos de cada uno de los pobladores que componen esta sociedad.

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